Durante la universidad y después mientras discernía una vocación religiosa, tuve la dicha de recibir formación y guianza espiritual de unos hermanos franciscanos de Nueva York. Los viernes por la mañana iba en coche a uno de sus conventos, asistía a la Santa Misa con ellos y los demás voluntarios. Después de rezar nos poníamos manos a la obra preparando la comida, lavando los platos, poniendo la vajilla y rebuscando en la despensa cosas que se podían regalar a nuestros invitados. Cuando llegaba la hora de empezar, se abrían las puertas del convento y los necesitados del barrio se sentaban junto con nosotros en mesas de madera esperando su comida física y espiritual.
Antes de la comida, se rezaba juntos con el método de Lectio Divina. Sin diferencias entre nosotros, cerrábamos los ojos y nos imaginábamos allí, en la lectura del Evangelio. Uno por uno, decíamos en voz alta lo que el pasaje significaba para nosotros y a veces alguna palabra de aliento para los demás. Yo siempre me quedaba conmovida y asombrada de lo que el Señor podía decir a través de los que me rodeaban, incluso de aquellos que, según los criterios del mundo, no tenían nada por lo que dar gracias. A pesar de su pobreza física, estas personas no eran pobres de corazón porque conocían el mayor tesoro: Jesús.
La pobreza de Francisco
Esto también es cierto del hombre a quien honramos hoy: San Francisco. Cuando pienso en el joven de Asís que se desnudó para renunciar a sus posesiones y a su herencia tras su conversión (fuente), siento admiración. Lo que la mayoría de la gente teme en la vida, es decir, perderlo todo y volverse físicamente pobre y necesitado, Francisco abrazó voluntariamente como respuesta a la llamada personal del Señor en su vida. El santo se consagró a Cristo mediante una vida de pobreza, obediencia y castidad, y de servicio a los necesitados. Este era el camino estrecho por el que llegaría a la verdadera riqueza.
En su regla de vida para los frailes que empezaron a seguirle, Francisco escribió: "[...] ...que no deseen vestidos ricos en este mundo, para que posean un vestido en el reino de los cielos"(fuente). Deseaba que sus ojos y los de sus seguidores estuvieran siempre fijos en su hogar celestial y no en su entorno terrenal; sus corazones cautivados por las riquezas del cielo y no por los encantos de este mundo.
El corazón humilde de Francisco se formó por su clara comprensión, a través de las diversas instancias de conversión y encuentro con el Dios vivo en su vida, de que él es una criatura amada y conocida por su Creador. Todo lo que lo rodeaba llevaba a su corazón a adorar al Señor. Su "Cántico del Sol" nos invita a dar gracias a Dios por los aspectos mundanos de la vida, que fácilmente pasan desapercibidos en nuestro ajetreo moderno.
Mira al cielo conmigo, hermana, y siente el calor del sol en tu rostro. ¿Puedes también alabar hoy al Señor, como hizo Francisco hace tanto tiempo, por nuestro "hermano sol” que ilumina nuestros días? (Fuente).
La humildad de Francisco también estaba impregnada del conocimiento de la presencia real y permanente de Cristo en la Eucaristía. Al escribir sobre la reverencia que sus hermanos deberían tener hacia los sacerdotes que tienen el privilegio de sostener el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesus, Francisco continuó en un delirio de alabanza a nuestro Señor:
"¡Oh humilde sublimidad! Oh sublime humildad! que el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, se humille de tal manera que para nuestra salvación se esconda bajo un bocado de pan. Considerad, hermanos, la humildad de Dios y 'derramad vuestros corazones ante Él, y humillaos para que seáis exaltados por Él'" (Fuente).
Estamos llamados a humillarnos ante el Señor como Él lo ha hecho por cada una de nosotras.
La devoción de Francisco
Francisco conocía el alcance del amor radical de Dios por la humanidad y por él, personalmente. Por eso él quiso responder con todo su ser. Al final de esta alabanza a la Eucaristía, Francisco reta a sus hermanos con las siguientes palabras: "Por lo tanto,
no retengan nada de ustedes para sí mismos para que Él, quién se da enteramente a ustedes, pueda recibirles totalmente". (fuente) Se trata de un consejo dado desde su propia experiencia vivida. Francisco no retuvo nada. Hasta le entregó al Señor su cuerpo que padeció un sufrimiento semejante al de Cristo en la Cruz, recibiendo los sagrados estigmas.
Su amor y su atención a los pobres se encontraron con una necesidad continua de retirarse a la soledad para pasar tiempo a solas con su mayor amor y tesoro: Jesus. Era en los momentos de soledad y oración, lejos de las multitudes, cuando Francisco percibía la voz de su Padre que le llamaba a una mayor intimidad. Sentía tal devoción por la Palabra de Dios que pidió a sus hermanos que recogieran con gran reverencia las partes de la Biblia que pudieran encontrar dispersas en el suelo durante sus viajes. Debían conservarlos, "porque muchas cosas son santificadas por la palabra de Dios..." (fuente). Su amor al Señor, a las Sagradas Escrituras y a la Iglesia era una herencia que deseaba transmitir a sus seguidores.
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Sin embargo, ¿qué significa para nosotras, mujeres viviendo en el mundo esforzándonos por servir a Cristo en nuestra vida cotidiana como estudiantes, empleadas, empresarias, madres, artistas, atletas, etc., vivir una vida de pobreza, humildad y devoción como lo hizo Francisco? ¿Cómo podemos a la vez aspirar a ser radicalmente fiel al Evangelio de Cristo como lo fue Francisco y también permanecer como mujeres que viven en el mundo? Quizás la respuesta está en las bienaventuranzas del Evangelio de Mateo, cuando nuestro Señor dice: "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos". (Mateo 5:3; énfasis añadido)
Lo que Francisco vivió físicamente en sus acciones y en su forma de vida era una expresión de su disposición interior. Su corazón estaba ordenado correctamente. Los ojos de su corazón veían más allá de lo terrenal y podía percibir los reinos eternos. Por lo tanto era capaz de amar a Dios sobre todas las cosas y a los demás de la manera correcta. Así es como tú y yo, hermana, estamos llamadas a amar a Dios; con los ojos fijos en Él como nuestra única cosa, incluso mientras llevamos una vida aparentemente normal. Podemos poner nuestra mirada en el cielo incluso mientras vivimos aquí en la tierra.
La aceptación de la pobreza por parte de Francisco fue para que hubiera más espacio en su vida para que Dios llenará el vacío. Quizás podamos empezar por deshacernos de cosas materiales que no necesitemos. Pero no nos detengamos ahí. Vamos a deshacernos también de las cosas que están consumiendo nuestro tiempo y hagamos espacio para que el Señor venga a nuestro encuentro. Esto podría traducirse en menos obsesión por el trabajo, menos tiempo en el Internet, más tiempo en oración, en Misa o en un paseo en soledad y silencio.
Como en el caso de Francisco, abrazar la pobreza en nuestra vida cotidiana no significa que no nos sintamos movidos a compasión por el sufrimiento y la pobreza de los demás. Por lo tanto, para vivir una vida como la de Francisco, también debemos tratar de servir a los pobres. No sólo a los pobres materiales, sino también a los que están solos, enfermos o desesperados (véase el Catecismo 2444). ¿Cómo podemos tú y yo pasar más tiempo con Cristo en los pobres que nos rodean este mes, hermana? Tal vez buscando un comedor social, una residencia de ancianos, o simplemente el vecino de abajo que puede necesitar una visita, y llevemos la buena noticia de Cristo también a estos lugares. Que vayamos a los más pequeños de entre nosotros y encontremos allí a Cristo, nuestra posesión más preciada.